Cuando murió el perro que teníamos
en la otra casa, no volvimos a tener una mascota durante un tiempo hasta que un
día se apareció en la puerta de casa una amiga de mama que nos ofrecía un perro
que le habían tirado en la puerta de su casa. Lo recibimos con mucho cariño, y
desde ese momento tuve una nueva compañía en casa, una compañera de juegos con
cuatro patas.
Le puse de nombre ‘Firu’ (nombre
poco original teniendo en cuenta que se parecía mucho Firulais, el perro de unos dibujos animados que me gustaban bastante,
Los Rugrats). La misma caja en la que
nos la dieron, fue su cucha durante mucho tiempo, una cucha que arrastraba de
acá para allá, siguiéndonos a cada lugar de la casa que íbamos. A diferencia
del perro que teníamos cuando vivíamos todos juntos, Firu era únicamente MIA, y
se crío conmigo, al igual que yo me críe con ella.